Reedición de «Metales Pesados», de Yanko González

«Mi libro es una lupa que pregunta»

 

Por Pedro Pablo Guerrero

Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 2 de Abril de 2017

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La editorial Montacerdos se lo pidió primero. Luego, Alquimia. «Como admiro muchísimo el trabajo de ambos sellos, propicié la colaboración y no la competencia», dice Yanko González (1971) desde Valdivia, la ciudad donde se radicó en 1990, con una pausa de cinco años, en los que fue a terminar su doctorado en Antropología social y cultural en la Universidad Autónoma de Barcelona. La reedición facsimilar de Metales Pesados fue así el resultado de una alianza, «en vez de pelear a muerte por este fundamental libro», como dice el colofón de una obra que hizo época, tanto por su contenido como por el notable trabajo de diseño, efectuado por Ricardo Mendoza en la primera edición de El Kultrún.

El «huidizo título», como lo llama su autor, alude en primer lugar a la toxicidad química de algunos metales, pero también al heavy metal y otros violentos ritmos que se escuchaban en los 80 y 90. Sin preverlo, anticipó la contaminación del río Cruces y el nombre de la librería que Sergio Parra -viejo amigo de Yanko González- bautizó así en honor al libro.

Con Metales pesados ingresaron a la poesía las voces de las nuevas tribus urbanas y referencias a la cultura juvenil de fines de los 80. Se practica, además, un irreverente saqueo de la alta literatura. El poema que abre el volumen está dedicado a Ezra Punk, y habla de una mujer, Bárbara, quien «tiene un nuevo/ Negro que la azota» y es deseada por «tres tribus» que le cantan. Bajo las hablas marginales del texto hay alusiones sinuosas a la Ilíada y el rapto de Helena; a la Anábasis, de Jenofonte, adaptada en una setentera película de pandillas adolescentes («The Warriors», de Walter Hill), y al recurso de notas a pie de página que citan, sin jerarquizarlos, a poetas, letristas, antropólogos y documentos burocráticos, como en La tierra baldía, de T. S. Eliot.

González admite esta y otras parodias culteranas, desde Pound a Ponge y de este a William C. Williams o Juarroz. «Pero no solo remeda las autorías de la gran tradición de la poesía moderna o los clásicos teenpics del cine, sino que a sus modos de escenificar al otro», precisa. «Yo lograba ver en la crónica de costumbres o en la propia teoría etnográfica, diferentes salidas estéticas y escriturales a la mera ventriloquia del poeta que habla por las ‘bocas muertas’. Entendía que no se trataba de parapetarse en la literalidad de la poesía social o en una apuesta celebratoria a los géneros confusos, al canibalismo o los incestos literarios. Se trataba, según lo veía entonces, de las políticas y las retóricas de la representación. En ese sentido, Metales Pesados no es un espejo que responde, sino una lupa que pregunta».

Al recordar la escritura del libro entre 1988 y 1995, y la experiencia etnográfica que tuvo con algunas bandas urbanas de entonces, González se explaya en la forma que utilizó para capturar el coa y las otras jergas en que se expresaban. «Esta reedición -afirma- me anima a seguir pensando sobre la caducidad o persistencia de la oralidad en el trabajo literario. Todo poema es una indecisión entre sonido y sentido, pero en Metales Pesados hay un obcecado empeño, con las herramientas que entonces tenía a mano -observación participante, cuadernos de campo y algunos registros magnetofónicos- de llevar ‘las hablas’ a una crisis consciente. Era lo que necesitaba para infectar el habla científica (antropológica), política y poética con las vocalidades y melopeas de aquellas culturas juveniles excluidas, feroces, reventadas, pero también lúcidas y autorreflexivas, que soportaron en su frágil alteridad la dictadura y la embotada transición. Porque, digámoslo de una vez, Metales Pesados no es un libro de epistemología; es un libro escrito desde la Quinta Normal, desde San Bernardo y Valdivia, contra la transición y su intento de confiscar y anestesiar las energías sociales de miles de jóvenes -no disciplinados por la política, especialmente de los acuerdos- para la causa del gatopardismo».

— Al final del libro hay un críptico anuncio: «(ya viene el corvo)». ¿Es un guiño a «Arte marcial» (1991), de Bruno Vidal?

— Es posible, pero las parentelas son muchas. Gran parte de este oficio se trata de continuar escribiendo el poema que comenzó otro. O contra-escribiéndolo. Ha pasado mucho tiempo, pero para situarlo en nuestro país y en la prosa de entonces, te puedo decir que Metales Pesados se escribe con un ojo que aplaude La esquina es mi corazón, de Lemebel, y otro que aborrece Mala Onda, de Fuguet.

El impacto de su obra, sobre todo en las promociones de poetas surgidas a partir del año 2000, lo atribuye a que «adentro vive gente, hay biografías indisciplinadas que divergen y reclaman comunicarse». Supone también que despierta interés su carácter experimental y prospectivo. «El libro no encuentra a los lectores, sino que los busca y no ha cesado de buscarlos», dice. «La simiente de Metales Pesados sigue intacta en lo que escribo: por un lado, la risa mental del riesgo, el poder cognitivo y convocante de la metáfora que escucha, y por otro, un desasosiego, muy parecido al odio, con la poesía misma».

En el provocador epílogo añadido a la nueva edición de Metales Pesados, el crítico inglés Niall Binns celebra que Yanko González no se haya convertido en la figura «lamentable» del profesor-poeta. González cuenta que hace unos días finalizó su segundo período como decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de su universidad, pero seguirá haciendo clases y proyectos de investigación.

«La escritura -afirma- es plenamente compatible si no renuncias a la concepción de la poesía y de la universidad como espacios libertarios. Decía Nabokov que la imaginación sin conocimiento no conduce más allá de los corrales o al grito de un chiflado en una plaza. El conocimiento no es patrimonio exclusivo de la universidad, obviamente, pero ese antiacademicismo instintivo y muchas cantinelas antiuniversitarias son mero populismo estético».

— ¿Su trabajo académico ha influido en que no publique un nuevo libro desde hace 6 años?

— No. Yo elaboro en detalle el continente y el contenido de cada una de mis obras, sin importar el tiempo. Desde hace algunos años trabajo en un conjunto de poemas, titulado Torpedos. Son «oralidades visuales» y textuales en miniatura, que problematizan los límites de la memoria en relación con las arbitrariedades culturales de lo que «debe» ser olvidado o retenido. Voy sin prisa. Además, como decía un viejo periodista norteamericano, publicar un libro de poesía es como arrojar un pétalo al Gran Cañón del Colorado y esperar el eco.

Su rol como editor: recuperar el patrimonio del sur

A dos años de su creación, Ediciones UACh ha logrado posicionarse en el segundo lugar del ranking de editoriales universitarias, de acuerdo al último informe del ISBN. Solo es superada en títulos inscritos por la Universidad Católica. El objetivo principal del sello de la Universidad Austral de Chile, según explica su director, Yanko González, «es rescatar, revitalizar y diseminar el reservorio intelectual de lo que ha heredado y lo que actualmente crea nuestra universidad, propiciando un diálogo permanente entre el pensamiento académico y la realidad sociocultural a través de diversas colecciones, tanto disciplinarias como de divulgación».

— ¿Cómo conjuga su trabajo editorial de recuperación, de memoria y de tradición con una vocación poética personal de ruptura, iconoclasia y experimentación?

— Es una tentación constante. Pero desde el rector, Oscar Galindo -especialista en poesía de vanguardia-, hasta el equipo y el consejo editorial, tenemos claro que debemos priorizar la recuperación del patrimonio intelectual del sur austral y del país, que está en riesgo de desaparición. Por ello, publicar algunas obras ensombrecidas de Fernando santiván, Luis Oyarzún o, este año, de Rudolph Philippi o María Catrileo nos parece urgente.